La hija menor del mandatario se ha convertido en símbolo del impacto cotidiano de las sanciones
En el patio de la Casa de Nariño, mientras desfilaban las tropas y sonaban las marchas militares por el aniversario de la Casa Militar, el presidente Gustavo Petro cambió de tono para hablar de su familia. Frente a mandos de la Fuerza Pública y funcionarios del alto gobierno, relató que Verónica Alcocer, con quien comparte una hija, no ha podido regresar al país desde que ambos fueron incluidos en la Lista Clinton. “Si un padre no puede reunir a una madre con su hija, no va a poder reunir las familias colombianas”, dijo, ligando su situación personal con la de millones de hogares fracturados en Colombia.
La mención de Antonella, la hija menor de la pareja, introdujo un rostro concreto a un tema que hasta ahora había sido manejado en clave macro: sanciones, contratos, helicópteros y decisiones de empresas extranjeras. El presidente describió la imposibilidad de que madre e hija se vean en Bogotá como una “ignominia” resultado de presiones internacionales. En un país acostumbrado a historias de separación por migración, conflicto armado o pobreza, la narrativa del mandatario buscó conectar la historia de la Casa de Nariño con la de muchas familias anónimas.
Al otro lado del Atlántico, Verónica Alcocer se ha convertido en protagonista de reportajes que la ubican en Estocolmo, Suecia, participando en eventos exclusivos y alojándose en zonas de alto costo.
Las imágenes contrastan con la idea de exilio o destierro, pero el relato presidencial subraya que, aun en medio de ese entorno, la primera dama estaría limitada para regresar a Colombia sin exponerse a eventuales complicaciones derivadas de las sanciones. Entre titulares sobre “vida de lujo” y discursos sobre persecución política, el rostro de Antonella aparece como puente emocional.
En barrios de Bogotá, donde la opinión se moldea tanto por noticieros como por redes sociales, hay quienes cuestionan los privilegios de una familia que enfrenta sanciones desde apartamentos exclusivos europeos, y quienes se detienen en la dimensión humana de la separación. Para familias que han visto a sus hijos partir hacia Estados Unidos, España o Chile, el relato de Petro sobre su propia hija resuena en clave de nostalgia, más allá de las diferencias políticas. La figura de la primera dama, que en otras administraciones estuvo asociada a programas sociales, hoy encarna un conflicto entre diplomacia y vida privada.
Desde el Gobierno se insiste en que Verónica Alcocer no recibe sueldo del Estado ni viáticos oficiales y que su estadía en el exterior no se financia con recursos públicos colombianos.
Sin embargo, los críticos recuerdan que las primeras damas viajan con equipos de apoyo y esquemas de seguridad pagados por el erario, y ven en los desplazamientos de Alcocer, su presencia en eventos internacionales y ahora su residencia fuera del país una extensión de la figura presidencial. Entre ambos discursos, la historia de una madre que no puede entrar a Colombia se convierte en terreno de disputa.
La situación pone bajo presión a las instituciones encargadas de la seguridad presidencial y a los asesores de protocolo. Cada movimiento que involucre a la primera dama o a miembros de la familia presidencial debe ser evaluado frente a las restricciones de la Lista Clinton y las posibles respuestas de bancos, aerolíneas y gobiernos aliados.
Eso significa que decisiones que en otras administraciones habrían sido puramente logísticas —un vuelo, una escala, una reserva hotelera— hoy pasan por filtros legales y diplomáticos más estrictos.
En las calles del centro de Bogotá, donde la Casa de Nariño convive con oficinas públicas, cafés y comercios populares, el caso Alcocer alimenta conversaciones sobre justicia, privilegio y castigo. Hay quienes consideran que las sanciones son una respuesta necesaria ante posibles irregularidades financieras, y otros que ven en ellas una forma de presión política que afecta a terceros, como la hija menor de la pareja. Al final, el relato del presidente, al poner en primer plano a su propia familia, invita a ver las sanciones no solo como un asunto de élites, sino como un drama cotidiano.
Las dificultades de Verónica Alcocer para volver a Colombia, contadas por Gustavo Petro desde la Casa de Nariño, transforman un tema técnico —las sanciones de la Lista Clinton— en una historia de familia separada entre Bogotá y Estocolmo. En medio del debate sobre privilegios, vida de lujo y uso de recursos públicos, la figura de Antonella humaniza la controversia y refuerza el interés de lectores en todo el país por entender cómo la política internacional puede romper o mantener unidos a los hogares colombianos.
