Promesas de seguridad, permisos y blindados para un grupo ilegal
Cuando las Fuerzas Militares detuvieron una caravana en julio de 2024 en Anorí (Antioquia), con alias Calarcáy otros líderes disidentes dentro, pocos imaginaron que esa acción derivaría en uno de los escándalos más explosivos del gobierno Petro. En esa operación fueron incautados computadores, memorias USB y celulares que luego se revelarían llenos de secretos. En esos dispositivos se encontraron correos electrónicos, chats, cartas y fotografías que, según la investigación de Noticias Caracol, no solo conectaban a Calarcá con altos mandos militares, sino que incluían propuestas para fundar una empresa de seguridad “legal”: una idea medio revolucionaria, medio sospechosa, para que disidentes armados pudieran operar con permisos y movilidad formal.
El general Juan Miguel Huertas, quien fue retirado del Ejército bajo el gobierno anterior, reapareció como una figura clave. En los documentos, él aparece proponiendo una sociedad “mitad y mitad” con los disidentes: él gestionaría los permisos, y ellos pondrían hombres y armas. También prometía facilitar blindados, esquivar retenes y garantizar que las rutas de los disidentes no fueran interrumpidas: un pacto que suena más a novela que a una simple negociación de paz. Wilmar Mejía, por su parte, alzado en la Dirección Nacional de Inteligencia, figura en estos archivos como un puente entre el Estado y las disidencias. Su papel: coordinar rutas, compartir frecuencias de radio y, según los mismos guerrilleros, facilitar ascensos y traslados dentro de la inteligencia. Los correos también revelan que algunos disidentes veían en esta empresa de seguridad un plan de respaldo: “si todos estos procesos de paz fracasan, quedamos con hombres legales”, decía uno de los mensajes. Además, en los diálogos internos se habla de un vínculo directo con el presidente Gustavo Petro, con la promesa de “orden de no pararnos en ningún lado” durante desplazamientos, aprovechando contactos de alto nivel.
La Procuraduría, al conocer estas evidencias, decidió abrir una indagación preliminar contra Huertas y Mejía, mientras el Ministerio de Defensa asegura que no tolerará nada ilegal. Pero en medio del ruido institucional, el general Huertas salió a defenderse públicamente: dijo que las pruebas “carecen de soporte verificable” y tildó los señalamientos de “fabricación malintencionada. Este episodio deja muchas preguntas. ¿Puede un Estado permitir que sus propias estructuras, bajo el manto de la legalidad, faciliten la operación de grupos armados ilegales? ¿Es este un riesgo extremo para la institucionalidad? Y sobre todo: ¿qué tan grande es la grieta entre los ideales de paz y la realidad del poder en Colombia?
