Niños atrapados entre la pobreza y fusiles
Detrás de cada cifra hay un rostro, un nombre, una familia destrozada. Los más de 1.200 menores reclutados en los últimos cinco años en Colombia no son estadísticas frías, sino niños y niñas que fueron arrancados de sus hogares, sus escuelas, sus sueños. Son infancias robadas por una guerra que no les pertenece, vidas marcadas para siempre por la violencia, familias que cada día despiertan con la esperanza de volver a ver a sus hijos.
En las comunidades rurales del Pacífico colombiano, en las montañas de Cauca y Nariño, en las selvas de Arauca, hay madres que no duermen esperando un regreso. Hay hermanos pequeños que preguntan por qué su hermano mayor ya no juega con ellos. Hay abuelos que guardan los juguetes esperando el día en que sus nietos vuelvan a casa. El reclutamiento no solo destruye la vida del menor reclutado, sino que deja huellas profundas en toda una comunidad.
Anyi Zapata, coordinadora de Derechos Humanos de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, lo expresa con dolor: “Nuestros niños y niñas se han vuelto un botín para la guerra. Lo están haciendo a través de jugar con sus necesidades”. Sus palabras revelan la cruel realidad que enfrentan las comunidades indígenas, donde el 52 por ciento de los casos de reclutamiento ocurre entre población indígena y afrodescendiente.
Los testimonios de personas que trabajaron con menores desvinculados revelan historias desgarradoras. Niños que fueron obligados a presenciar ejecuciones como parte de su entrenamiento. Niñas que sufrieron violencia sexual sistemática dentro de las filas. Adolescentes que vieron morir a sus compañeros en combates o bombardeos. Menores que fueron drogados antes de enviarlos a cometer actos violentos. Las cicatrices físicas eventualmente sanan, pero las psicológicas permanecen toda la vida.
El Estudio de caracterización de la niñez desvinculada realizado por Unicef y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar reveló que el 78.2 por ciento de los participantes afirmó haber sufrido situaciones de violencia en su entorno familiar antes del reclutamiento. Esta cifra muestra que muchos de estos niños ya venían de contextos de vulneración de derechos. El reclutamiento es, en muchos casos, una victimización que se suma a otras previas: pobreza, violencia intrafamiliar, falta de acceso a educación.
Las historias de captación son diversas pero comparten elementos comunes. Algunos niños fueron engañados con falsas promesas de dinero, motocicletas o celulares. Otros fueron manipulados afectivamente por reclutadores que se ganaron su confianza. Muchas niñas fueron captadas a través de relaciones sentimentales con miembros de grupos armados. En los casos más brutales, los menores fueron simplemente arrebatados de sus casas a la fuerza, frente a sus familias aterrorizadas que no pudieron hacer nada para impedirlo.
Dentro de los campamentos, la realidad de los menores reclutados es brutal. Si permanecen en las filas, pueden morir en combates o bombardeos. Si intentan escapar, la orden es recapturarlos y fusilarlos. Así ocurrió recientemente con varios adolescentes que fallecieron tras una operación militar en un campamento de Mordisco, entre ellos una joven de 16 años, otra de 13 y un adolescente indígena de 15. Sus familias no pudieron despedirse, no pudieron enterrarlos dignamente, solo recibieron la noticia de que sus hijos murieron en la guerra.
Los menores que logran desvincularse enfrentan enormes desafíos. Presentan, en su gran mayoría, el síndrome de estrés postraumático que les puede afectar toda la vida. Corren el riesgo de ser estigmatizados y marginados de sus comunidades y familias. Pierden la oportunidad de asistir a la escuela y desarrollarse intelectualmente. En muchas ocasiones, ante la falta de oportunidades y sin tener capacitación laboral, se ven abocados a continuar en la delincuencia. El conflicto armado les impide vivir conforme lo exige su etapa vital, lo que afecta gravemente su identidad, sus emociones, su forma de relacionarse y de comprender el mundo.
Las comunidades étnicas sienten un dolor adicional. El reclutamiento no solo les arrebata a sus niños, sino que amenaza la transmisión cultural. Los niños indígenas y afrodescendientes reclutados pierden la conexión con sus tradiciones, su lengua, sus prácticas ancestrales. Cuando un niño indígena es reclutado, no solo se pierde una vida individual, sino un eslabón en la cadena de conocimiento que ha pasado de generación en generación durante siglos.
Las organizaciones humanitarias insisten en que detrás de cada caso hay una historia humana que merece ser contada, una familia que merece ser acompañada, una comunidad que necesita ser apoyada. Tanya Chapuisat, representante de Unicef en Colombia, lo resume así: “El reclutamiento interrumpe infancias, vulnera los derechos de la niñez y pone en riesgo su vida. Esto no puede seguir ocurriendo: los niños y niñas deben estar en las escuelas, con sus familias y comunidades, no en la guerra”.
Cada menor reclutado es una vida robada, un futuro cancelado, una familia destrozada. Las cifras son abrumadoras, pero no pueden hacer olvidar que se trata de seres humanos con nombres, rostros, sueños. Colombia tiene una deuda pendiente con estos niños y niñas. No solo debe trabajar para prevenir nuevos reclutamientos, sino también para garantizar la atención integral de quienes logran desvincularse, su reparación y su inclusión social.
Las comunidades más afectadas piden ser escuchadas, acompañadas, fortalecidas. Las familias necesitan apoyo psicosocial para procesar el dolor y la ausencia. Los niños desvinculados requieren programas especializados que les permitan reconstruir sus vidas. Y sobre todo, la sociedad colombiana debe dejar de ser indiferente ante esta tragedia. Cada niño reclutado es una responsabilidad compartida, un llamado urgente a la acción, una herida abierta en el alma de la nación.
