Migración venezolana: 15.000 deportados en nueve meses
La llegada de 279 venezolanos deportados desde Texas el miércoles pasado subraya una paradoja fundamental en las relaciones entre Venezuela y Estados Unidos: dos países sin vínculos diplomáticos desde 2019 mantienen un mecanismo funcional de deportación que ha movilizado casi 15.000 personas en menos de un año. Esta cooperación práctica en materia migratoria contrasta marcadamente con el deterioro general del vínculo bilateral.
El programa de repatriación, reactivado en febrero tras un acuerdo de enero, revela que ambos gobiernos priorizan ciertos intereses pragmáticos por encima de sus diferencias ideológicas. Para Estados Unidos, significa reducir la población migrante irregular; para Venezuela, representa un mecanismo de control sobre el retorno de ciudadanos y una oportunidad de proyectar capacidad de gestión estatal.
La composición demográfica del grupo deportado plantea interrogantes sobre las políticas de deportación estadounidenses. La inclusión de 14 menores entre los 279 repatriados sugiere que las operaciones de deportación no distinguen significativamente entre adultos y familias, lo que implica desafíos adicionales en términos de protección de derechos de niños y adolescentes.
El protocolo de recepción implementado por Venezuela, con su “túnel migratorio” y múltiples organismos de seguridad, refleja tanto objetivos de control como de asistencia. La participación simultánea del CICPC, SEBIN, GNB y PNB indica que el gobierno venezolano trata el retorno de deportados como un asunto que cruza las líneas entre seguridad, inteligencia y orden público.
Esta presencia institucional múltiple puede interpretarse de dos maneras no necesariamente excluyentes. Por un lado, podría responder a una genuina intención de proporcionar atención integral a los retornados. Por otro, sugiere un interés estatal en recopilar información detallada sobre las experiencias migratorias, las rutas utilizadas y las condiciones en que se produjo la deportación.
El promedio de nueve vuelos mensuales durante 2025 representa una intensificación significativa de las deportaciones comparado con años anteriores. Esta aceleración puede vincularse con cambios en las políticas migratorias estadounidenses, pero también con la existencia de un marco legal bilateral que facilita las operaciones. Sin este acuerdo, los vuelos de deportación enfrentarían obstáculos logísticos y legales considerables.
La ausencia de información pública sobre el contenido específico del acuerdo de enero limita el análisis sobre las obligaciones de cada parte. No se conocen detalles sobre protocolos de notificación previa, garantías procesales para los deportados, o mecanismos de verificación de las condiciones de retorno. Esta opacidad es característica de acuerdos entre países sin relaciones diplomáticas plenas.
El contexto de tensión militar añade una capa de complejidad al análisis. Mientras el portaviones USS Gerald Ford patrulla el Caribe en una operación que ha resultado en 76 muertes relacionadas con supuestas actividades de narcotráfico, los vuelos de deportación continúan sin interrupciones. Esta simultaneidad sugiere que los canales de coordinación migratoria operan independientemente de las tensiones de seguridad.
La narrativa venezolana sobre el despliegue militar estadounidense como intento de cambio de régimen contrasta con la narrativa de Washington sobre combate al narcotráfico. Sin embargo, ninguna de estas interpretaciones ha afectado la mecánica de las deportaciones. Esto indica que ambos gobiernos mantienen compartimentos funcionales separados en su relación, donde ciertos temas operan al margen de otros.
La cifra de 15.000 deportados en nueve meses representa un flujo de retorno significativo, aunque modesto comparado con las estimaciones de 7.7 millones de venezolanos que han migrado según datos de Naciones Unidas. Esta proporción sugiere que las deportaciones, aunque importantes simbólicamente, tienen un impacto limitado en la reconfiguración demográfica general de la diáspora venezolana.
El programa de deportaciones plantea preguntas sobre la sostenibilidad a mediano plazo de estos mecanismos de cooperación selectiva. Si las tensiones diplomáticas se intensifican, el acuerdo de enero podría convertirse en una víctima colateral de la escalada bilateral. Alternativamente, su supervivencia hasta ahora sugiere que ambos gobiernos reconocen beneficios mutuos suficientes para mantenerlo operativo incluso en escenarios de confrontación.
La continuidad de las deportaciones también plantea interrogantes sobre las condiciones que encontrarán los retornados en Venezuela. Sin programas robustos de reintegración económica y social, existe el riesgo de que una proporción significativa de los deportados intente migrar nuevamente. Este ciclo de migración-deportación-remigración es un patrón documentado en otros contextos latinoamericanos y su prevención requiere políticas más integrales que el simple traslado físico de personas entre territorios.
