La tragedia de Armero fue un desastre natural producto de la erupción del volcán Nevado del Ruiz el miércoles 13 de noviembre de 1985, afectando a los departamentos de Caldas y Tolima,muriendo más de 20 000 de sus 29 000 habitantes. Archivo Colprensa.
El paisaje de lápidas en Armero convive con el relato incompleto de la catástrofe
Los visitantes que llegan a Armero se detienen en múltiples cruces y placas, pero pocos pasan inadvertidos por la lápida de Omaira. Alrededor del monumento, flores frescas, piedras con inscripciones, mensajes de “gracias por concederme este favor” y velas encendidas perpetúan el ritual del homenaje. El lugar se ha transformado en santuario improvisado, en aliciente emocional para quienes sufrieron o sobreviven con el peso del recuerdo.
La historia de Omaira se cuenta como epopeya de valentía y abandono: atrapada más de 60 horas, luchando por respirar, hablándole a su madre, viendo cómo los socorristas no tenían la maquinaria para liberarla y cómo su muerte se convirtió en emblema mundial.
Ese relato no es sólo un hecho, es una llamada de atención sobre cómo la tragedia pudo evitarse, y cómo la reparación nunca estuvo a la altura del dolor.
En Armero, el turismo de memoria se convierte en factor económico. Guías locales, puestos de artesanías, servicios de transporte y alojamiento se organizan pero desde una infraestructura casi simbólica. Al mismo tiempo, habitantes expresan malestar porque el relato dominante es el de la niña: ¿qué pasa con los otros 20 000 ? ¿Qué pasa con las familias sin nombre? Esa tensión ética convive con la necesidad de ingreso.
La tragedia de Armero se analiza también como un caso paradigmático de prevención fallida. Los mapas de riesgo existían, los científicos alertaban, pero la evacuación no se ejecutó. Fue el segundo mayor desastre volcánico del siglo XX.
Eso alimenta la exigencia de que las autoridades y comunidades aprendan para evitar nuevas catástrofes, porque Armero sigue siendo, en parte, un llamado de atención institucional.
Otra dimensión de la memoria es la angustia de los desaparecidos: restos sin identificar, cuerpos enterrados que nunca fueron hallados, familias que cada año regresan pidiendo que no se olvide. Mientras los visitantes depositan flores en la lápida de Omaira, muchas otras tumbas carecen de nombre, y permanecen invisibles. Por eso, la memoria se convierte en tarea colectiva.
La intervención cultural también toma forma: la lápida se convierte en escenario de relatos, de fotografía, de redes sociales. Algunos visitantes llegan en búsqueda de experiencia, otros en peregrinación silenciosa. Algunos guías cuentan historias que combinan datos técnicos del volcán, del lahar, con testimonios de vecinos. Ese entrelazado forma la narrativa viva de Armero.
Por último, Armero es un laboratorio de memorias nacionales: el dolor, la negligencia, la resiliencia, la economía de la memoria, la cultura del riesgo. Visitarlo no debe ser sólo mirar hacia atrás, sino proyectar hacia adelante: cómo comunidades vulnerables pueden prepararse, cómo el Estado aprende, cómo la conciencia social evoluciona.
Armero no es solo un municipio devastado, es un símbolo de memoria colectiva, de lo que se pierde y de lo que se puede proteger. La tumba de Omaira Sánchez sirve como punto de convergencia del duelo, la reflexión y la esperanza. Para Colombia y el mundo, Armero sigue hablando: de tragedia, de memoria y de la necesidad de actuar para no repetir.
